Autor: Ignacio Dalmases (@capitandrago). Médico Psiquiatra. Empleado del Poder Judicial.
Ilustraciones: Andrea Zuliani. Psicóloga. Empleada del Poder Judicial.
Capítulo 1: “1872: érase una vez La Docta”
Capítulo 1: “1872: érase una vez La Docta”
Ahhhh ¡los sauces balanceándose sobre el río Suquía! sus sombras oscilantes dibujan fantasmas de leyenda en el muro del calicanto. Una balsa, a modo de góndola, transporta gente por su cauce. En el puente se desarrolla lo que no es de aquí ni de allá: lo ajeno, que podría ser propio alguna vez. En esa Córdoba de la Nueva Andalucía, transeúntes y comerciantes copulan paseando sus miserias, incluso las que no se ven, y permanecen invisibles al desprevenido.
Junto al puente, también se erige un atractivo escenario, el desolado banquillo que espera por su ocupante: en pocos días Don Zenón La Rosa será ejecutado allí para que el pretendido equilibrio social vuelva a restablecerse.
¿Será acaso que lo bello del paisaje natural, el contraste de modernidad que no logra ocultar, aún, la arquitectura colonial, el cálido otoño citadino y la gran separación, entre la Doctoral y el Abrojal, que el puente se encarga de mantener, sea el lugar perfecto para nacer y, hasta morir?
Capítulo 2 “1850: Pulpería Los Paraísos, El Abrojal”
Zenón La Rosa decidió, finalmente, poner todos sus ahorros en un comercio: una pulpería. Había aprendido entre tantas cosas, en su paso por el Colegio Monserrat, que los jóvenes, caballeros y hasta trabajadores de la época, necesariamente, tenían una vía final común antes de llegar a sus moradas: el paso por una pulpería. Allí se socializaba, se probaba la hombría, se conversaba o simplemente se generaba un clima de relajación antes del encuentro con su amada. Zenón era oriundo del Abrojal pero su padre, jefe de maestranza en el Colegio de Monserrat, tenía previsto para él un puesto de trabajo, y una vida de entero transcurrir en La Doctoral.
Sin embargo Zenón, que jugaba a desconocer las ambiciones sociales de su padre, fantaseaba con su amada Leonor cada vez que escuchaba opiniones políticas sobre el gobernador Manuel López y las amistades conspirativas con Rosas o el peligro inminente que generaba la creciente personalidad de Urquiza.
Leonor trabajaba en el puente sobre el Calicanto, su padre recitaba o cantaba, además, a sus transportados en la balsa sobre el río. La virginal belleza de Leonor despertaba, por sí sola, el interés por las flores nativas o especias que intentaba vender. Su madre cocinaba, o lavaba, más allá sobre el río, para afuera. Así y todo apenas les alcanzaba para subsistir.
Entre tanto, Zenón La Rosa, encendido de amor, y desafiando la decisión paterna, encaró sus emociones con hidalguía. Habiéndose percatado de los ofrecimientos canallescos que pretendían a su Leonor como prostituta decidió desposarse con ella y fundar, casi en el mismo acto, su comercio: sobre el alto, y a muy poca distancia del puente, en una zona arbolada, en el corazón del Abrojal abrió sus puertas “Los Paraísos”.
La pulpería, rápidamente encumbrada, recibía a las gentes tanto del Abrojal como de la Doctoral y, aunque estas últimas llegaban encapuchadas o con el rostro cubierto, todos venían a beber las mejores cañas, grapas o ajenjos que conseguía Zenón; incluso el Capitán Cemita, autoridad militar que regulaba el juego clandestino, la prostitución y tenía a mal traer a los malhechores de la zona, no se privaba, ni una sola noche, de ir allí y ser atendido, personalmente, por la bella Leonor, bajo la suspicaz e inquieta mirada de Zenón.
Capítulo 3: “La silla vacía”
En aquella época, de tiempos de guerras civiles y gobiernos dictatoriales, la hambruna en Córdoba se había multiplicado y con ella la violencia social que se manifestaba en hurtos y arrebatos en la vía pública, aprovechando el escaso alumbrado de farolitos a gas de carburo de calcio. Zenón, hábil comerciante, temiendo por la estabilidad de Los Paraísos, gozaba, utilitariamente, de la presencia del Capitán Cemita en su local, alentando, a pesar de su mala espina, a que Leonor le atendiera cada noche. Quizá a Zenón no le importara que el prestigioso Capitán se haya criado en el mismo espacio barrial que Leonor y que, según los murmullos vecinales, durante la adolescencia hubieran sido novios.
Córdoba estaba azotada por delincuentes y oportunistas que aprovechando el desconcierto social y el temor de una sociedad atravesada por un férreo catolicismo, se caracterizaban de esotéricos personajes que engrosaban las leyendas de la zona. Justamente varios jóvenes tenían a mal traer a los transeúntes del Abrojal disfrazados de la horrible Pelada de la Cañada.
Pues bien, aquella oscura noche, el Capitán, siguiendo su instinto detectivesco y el certero dato de un soplón, se encontró de frente con la supuesta pelada de la cañada. Conmocionado, Cemita, en un traspié durante la lucha, es derribado y golpea su cabeza contra una piedra siendo trasladado, inconsciente, al hospital San Roque. Nada se supo de ello en Los Paraísos y Leonor se pasó suspirando, con el trapo al hombro, cada una de las tantas veces que pasó por la silla que solía ocupar Adalberto Cemita.
Pronto Zenón, nervioso por la ausencia del Capitán y, sobretodo, por su notorio efecto en el rostro de su esposa descargó su enojo sobre la frágil humanidad de ella culpándola de haber roto, en su distracción, uno de los copones del bar. Inmediatamente, ante la mirada sorpresiva de los últimos parroquianos y sin autoridad que regule semejante acto de cobardía, Zenón imploró, de rodillas, el perdón de su Leonor.
Entre llantos, a todo galope, logró dejarla en la portería del Hospital San Roque donde un grupo de adustas hermanas de la caridad recibieron el cuerpo desfallecido de Leonor, al mismo tiempo que con un claro ademán alejaron al agresor. Al día siguiente, menuda sorpresa se llevaría el Capitán Cemita al encontrar, en la cama del hospital, a su amada Leonor que, al estrechar las manos entre las suyas, balbuceó su nombre.
Capítulo 4: “1853. La parición”
Durante 15 días estuvieron Leonor y el Capitán alojados en el hospital. Las hermanas de caridad viendo que la mutua compañía aceleraba la recuperación, les habían improvisado, en la que oficiaba de sala de partos, una sencilla pero cálida habitación que Adalberto decoraba a diario con flores naturales del jardín nosocomial. Día a día Leonor cuidó de Cemita y él de ella; vivieron allí momentos de imperturbable felicidad. Zenón tenía prohibida la entrada.
Luego del alta hospitalaria el mundo se le volvió extraño a la pareja. Se había concluido de redactar la Constitución Nacional y, con ella supuestamente, se abolía la esclavitud. El capitán de vuelta a restablecer el orden social y Leonor, trapo al hombro, a servir las mesas de Los Paraísos.
Zenón, muy delgado, consumido por la culpa, esperó a su Leonor con el mejor de sus trajes, había mandado traer flores y tanto la casa, como la pulpería, brillaban y olían a lavandas. Zenón, no pudo mirarla a los ojos y, quizá por ello, no se percató de la distancia que su esposa colocó entre ambos. Los días siguieron su curso, inexorablemente y la fantasía de Leonor, de ser golpeada, nuevamente, con la finalidad de un nuevo encuentro hospitalario con el capitán se fue apagando con el tiempo. Mientras su vientre crecía día a día. Sí ¡estaba embarazada!
Esa misma noche, al saberlo Zenón, hubo fiesta en El Abrojal: desde Los Paraísos se servía la bebida pero las gentes se apostaban hasta el calicanto, bajo los árboles y al rasguido de la guitarra del padre de Leonor todos bailaban y cantaban alegremente. La pronta llegada de un heredero tenía a Zenón muy contento, la vez que ocupado, pues la pulpería daba, cada vez, mayores réditos. Se aproximaba el verano y Leonor ya no podía con su cuerpo, la casa y el trabajo; consiguió, entonces, una joven vecina que ayudara a su marido.
La mañana del 8 de diciembre de 1853 la futura mamá comenzó con contracciones y luego de un grito de dolor no correspondido se percató que Zenón se había ido, con la muchacha, a proveerse de bebidas para la pulpería. Los vecinos desesperados buscaban a la matrona. Cemita, que curiosamente patrullaba la zona, fue alertado y cargó a Leonor transportándola al mismo hospital San Roque.
Las hermanas recibieron felices a la pareja y en la misma habitación convertida, ahora, en sala de partos, se dio a luz a Oliverio La Rosa, un minúsculo bebé, en apariencia sano, que insuflaba sus pulmones, ávidamente, con el perfume floral del recinto. Horas después, Zenón logró entrar esquivando las miradas intimidantes de la hermana superior.
Oliverio creció en el barrio, iba a la escuela por las mañanas y, por las tardes, jugaba a patrullar la zona o creaba rimas en eternos soliloquios. Por las noches caía rendido, durmiéndose en su propia silla, cerca de la barra, en la pulpería. Le decían cabrito pues andaba libre, cantando y mostrando su sonrisa, entre pequeños saltos de júbilo, a todo el que cruzara su camino. Al cumplir 15 años, sus padres, como acostumbraban, hicieron gran fiesta popular y su abuelo materno, el balsero, le regaló su objeto más preciado: una guitarra de un luthier santiagueño. Un agradecido tripulante, doctor en derecho, que de paso por la Universidad Nacional de Córdoba, tomó la balsa cada mañana, al escuchar las dotes artísticas de su dueño, cantor, le obsequió la guitarra.
Inevitablemente las diferencias entre Oliverio y Zenón se hicieron cada vez más profundas, aquel con su espíritu libre, descreído de los preceptos religiosos, sostenido por los principios filosóficos que el profesor Cuernavaca transmitía en sus clases monserratenses, interesado en encuentros culturales donde la música jugaba un papel estelar. Su padre, en cambio, lo pasaba pensando en la economía hogareña, la política citadina y la prosperidad de su negocio que le insumía, cada vez, mayor dedicación.
Capítulo 5: “8 de marzo de 1872: la fíbula Omega”
Oliverio es, ya, un hombre. En El Abrojal lo quieren y respetan: presta ayuda a los necesitados, sin dádivas ni paternales defensas sino con su propia palabra, de aliento, con su claridad perceptiva de profundas reflexiones. Su compañía mayúscula ante las situaciones más adversas, con su permanente lealtad y generosa simpleza. A los niños da clases, a los enamorados escribe versos, a los músicos acompaña con su guitarra y a los atorados destraba con su agudo ingenio. Siempre de buen humor bailaba con los espantapájaros, que él mismo diseñaba para la quinta de su madre, mientras les cantaba que en la masmédula de su interior les nacía el espíritu danzante que a él contagiaban. Sus canciones se nutrían de temática de actualidad, disturbios sociales, desequilibrios políticos y, por supuesto, actos de desamor que venían en tropilla buscando una metafórica salida. En el barrio se hablaba sobre su futuro promisorio: político, filósofo oracular, docente comprometido o, simplemente, un apasionado músico. Fue entonces, por esos tiempos, cuando los rumores vecinales se hicieron cada vez más audibles: se pensaba que Oliverio no podía ser hijo de aquel simple comerciante cegado por sus aspiraciones económicas. Oliverio, decidido por aquel interrogante, enfrentó a Zenón y preguntó sobre su filiación. Discutieron.
En la pulpería había un fusil pues desde que Cemita ya no custodiaba Los Paraísos, su dueño se armó con el fin de ahuyentar a posibles malhechores. En estado crítico, padre e hijo se provocaron, se insultaron y se golpearon. Eran allí dos pichones mal heridos acaso por la misma mujer que cambiaba de rostro cada noche, al desnudarse. No entendían qué les sucedía, estaban cegados, y ni siquiera veían la sangre, de diferente color, que el piso de tierra firme absorbía. Todos salieron de sus casas, todos consternados, todos sin saber qué hacer, al mismo tiempo. Zenón tomó el fusil y salió en busca de Leonor, Oliverio también lo hizo, por otro camino, y creyó verla bajo la tenue luz de una farola, –“¿Madre?,” dijo. La señora, de largo vestido y capucha, permanecía impávida, de espaldas a él. El caballero que estaba junto a ella, de vestimenta militar, dejó caer el objeto que se disputaban, o compartían, y ante el presuroso paso del jadeante Oliverio, salió río arriba. La extraña mujer huyó hacia el alto. El joven, confundido, presa de la curiosidad y el cansancio, cayó de rodillas y, tomando el objeto, con fuerza, se quedó, solo, mirándolo fijamente.
Recién al rato pudo entender que se trataba de un prendedor, una fíbula omega de la antigua cultura celta que simbolizaba una serpiente y, al invertirla, dejaba ver dos iniciales “C D”. Oliverio había recuperado el aliento, y la cordura, cuando, al levantarse, el ruido sordo y persistente de un fusil lo alertó. –“Nooooooo,” dijo, y luego de aferrar el prendedor a su chaqueta comenzó a correr hacia la pulpería.
Capítulo Final
Ese lunes, 29 de abril de 1872, pocos en Córdoba pudieron sustraerse al evento: la ejecución del comerciante Zenón La Rosa.
“El acento compasivo de una gran parte de la sociedad que pidió por la vida del reo, no fue oído por quien tenía la facultad de indultarle, el gobernador Antonio Álvarez. Entonces, el infortunado La Rosa, hombre de bien pero perturbado y perdido por la fatalidad, subió al cadalso por un delito pasional”.
La familia de Leonor Drago nunca perdonaría ese ataque homicida de celos, a Zenón.
“A la hora señalada, el jefe de las fuerzas da cumplimiento a la sentencia: el reo, asegurado y escoltado por ocho soldados, al mando del capitán Cemita, es conducido al banquillo. El pelotón, encargado de la ejecución, apostado en dos filas y con las armas preparadas se aproxima a seis pasos. El Capitán Cemita levanta el brazo, a cuya señal apuntan su fusil al pecho de Zenón y, al bajarlo, hacen fuego. Con la espalda contra el viejo Calicanto, a las 11.20 de la mañana del 29 de abril de 1872, Zenón la Rosa recibió la descarga mortal del pelotón de fusilamiento. Pero la insegura descarga no apagó su vida desde el primer instante; el tiro de gracia de Cemita se hizo esperar y, aprovechando su titubeo, Oliverio La Rosa se adelanta y lo atraviesa con su preciada fíbula de omega.”
Aún turbado y desencajado, Oliverio La Rosa, hijo de Cemita y de Leonor, se auto nomina CAPITÁN DRAGO y desde entonces, como expresión de amor y dolor, nos trae su música, cada día 29. Por otro lado, y luego de semejante acto, el capitán Cemita, encargado de cumplir la sentencia y a consecuencia de tener que afrontar esta situación terriblemente dramática, sin hijo ni amada y con las culpas sobre la espalda, fue víctima de un derrumbamiento mental, y arrastró una melancólica demencia hasta su muerte.